El inevitable destino filosófico del hombre
Nadie puede eludir la llamada a involucrarse en algún tipo de especulación filosófica. Filosofar es inevitable, porque es nuestro destino.
Y ya en los orígenes de la filosofía los pensadores griegos se percataron de esta situación existencial:
«o debemos filosofar o no debemos hacerlo -decía el joven Aristóteles-. Si debemos hacerlo, entonces debemos hacerlo. Si no debemos hacerlo, entonces también debemos hacerlo [para explicar por qué no debemos hacerlo]. Luego, en cualquier caso debemos filosofar»
Sé que parece un trabalenguas, pero resulta que es un dilema con una lógica perfecta:
[(pv¬p) . (p→p) . (¬p→p)]→p
En las siguientes palabras de Stephen Hawking (2010) puedes ver cómo ni el científico puede escapar de esta situación:
«¿Cómo podemos comprender el mundo en que nos hallamos? ¿Cómo se comporta el universo? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿De dónde viene todo lo que nos rodea? ¿Necesitó el universo un Creador? […] Tradicionalmente, ésas son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento»
Sin embargo, aunque estas afirmaciones están incluidas en la introducción de un libro dedicado a la divulgación científica, son "una sorprendente confirmación del dicho de Aristóteles de que para probar la filosofía hay que filosofar, y para refutar la filosofía hay que filosofar" (E. Gilson).
En cualquier caso, si no te gusta la que está disponible tienes que hacer otra, pero pretender destruir o cuestionar la filosofía desde la ciencia es hacer mala filosofía.
En este caso se trata de las opiniones de un científico que revelan una filosofía camuflada de ciencia (que así es como se las presentan al público).
El pensador español, Gustavo Bueno, describía esta práctica como «la filosofía espontánea de los científicos». Porque como personas que son, los científicos están en todo su derecho dar su opinión sobre materias filosóficas o aventurarse a especular. La complicación viene cuando esa opinión se confunde con ciencia y se transfiere su autoridad en una materia donde pueden ser competentes a otras donde son amateurs o derechamente ineptos; asunto bastante más común de lo que parece.
Aristóteles (inventor de la lógica) se refería a este sofisma como «demostración aparente», que consiste en pasarse de una ciencia a otra (ya sea voluntaria o involutariamente), en este caso, de la cosmología a la filosofía.
El sofisma sería algo así: dado que la filosofía no se ha mantenido al corriente de los descubrimientos de la física, sólo cabe a la ciencia ser la única instancia válida de conocimiento. Luego, la filosofía ha muerto.
Pero para advertir el sofisma basta nada más con preguntarse por las premisas que pueden conducir a una conclusión semejante:
¿Qué premisas científicas cualificarían para eso?
¿La fuerza de gravedad de los hoyos negros?
¿La singularidad de una supernova?
¿El Big-Bang?
¿Los eclipses?
¿Las leyes de Newton o las teorías de Einstein?
Pero nada hay en la cosmología ni en la física en general que permita deducir conclusiones como las que pretende el científico. Simplemente se aceptan -sin crítica ni examen- como axiomas o principios indemostrados por los cultores de una ciencia.
Pero este no es el momento ni el lugar para criticar, sino de mostrar cómo ni los científicos más sobresalientes pueden resistirse a la vocación de la filosofía, quienes se ven desbordados por la tendencia natural hacia ese saber universal que no excluye nada de su campo, allí donde viven las preguntas esenciales: ¿quién soy yo?, ¿qué va a ser de mí?, ¿qué es el ser?
Ya, todo bien, pero ¿de adónde procede ese destino existencial de la filosofía?
¿Por qué no podemos eximirnos del filosofar?
Ese destino procede del mismo objeto o materia que estudia la filosofía, que es el ser de todo lo que existe, y que por su misma naturaleza genera un estado de perplejidad insuperable, porque se convierte en tarea personal.
Imagínate que ya Aristóteles se refería a esta cuestión y todavía después de dos mil quinientos años después, todavía nos seguimos preguntando lo mismo como si no hubiéramos avanzado nada:
«En efecto, lo que antiguamente y ahora y siempre se ha buscado y siempre ha sido objeto de perplejidad...es...¿qué es el ser de lo que existe?»
Pero, ¿por qué no nos hemos topado aún con las respuestas que nos dejen a todos conformes y tranquilos?
¿Por qué mejor no repetimos como loros las doctrinas de los pensadores del pasado?
Si bien la repetición de mantras filosóficos puede ser una alternativa viable, el asunto es que las respuestas genuinas son siempre personales, porque quien filosofa está existencialmente comprometido con el objeto de sus investigaciones, el ser.
En este sentido, los científicos se ven movidos a filosofar en la medida en que participan de la naturaleza humana, no por ser científicos.
O en palabras de Leonardo Polo:
«La filosofía es una actividad en la que el existente está enteramente comprometido, está convocado por ella, y de esa manera se va desvelando a sí mismo en la medida en que la filosofía le pide poner en marcha cada vez más capacidades, más recursos propios»
Por eso cuando un científico se pone a filosofar, me alegro y pienso: «¡Pastelero... vamos a tomarnos un café!».
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