#2. La vida filosófica

El estilo de vida es lo que lo define al filósofo, aunque hoy en día es muy difícil advertirlo en las facultades de filosofía, donde cuesta distinguir si sus practicantes están movidos por la necesidad de un oficio remunerado, la respuesta a una genuina vocación, o una mezcla de ambas.

Porque a fin de cuentas se trata de una vida configurada en torno al saber, y no a cualquier tipo de saber, sino a uno de carácter universal y omniabarcante, que sea capaz de comprender de una sola mirada la totalidad de las cosas, sin dejar nada de lado. ¡Vaya tarea ambiciosa y, para los críticos, soberbia y ridícula! Porque parece obvio que nadie puede saberlo todo, menos en estos tiempos.

Pero en esta pretensión está la clave para comprender el estilo de vida del filósofo: la filosofía es más que un saber con pretensiones científicas, porque su mismo objeto de estudio requiere de toda una vida para definirse con claridad.

No sucede como en las demás ciencias donde está bastante definido lo que se va a estudiar y que luego de unos años de entrenamiento se puede llegar a dominar con el debido rigor, como los genios matemáticos adolescentes. Pero la filosofía, en cambio, requiere de experiencia vital, estabilidad en los asuntos prácticos y acaso una cierta madurez emocional.

Debido a que no basta una vida entera para llegar, ni menos aún dominar, ese saber total, parte del valor de la filosofía está en su tradición dos veces milenaria, en la que los aportes de un pensador pavimentan el camino para los demás, ya sea para avanzar a paso seguro o para evitar un camino sin salida. Hay un sentido muy fuerte de comunidad entre vivos y muertos que me fascina.

Ahora bien, esa tendencia del filósofo a una cierta plenitud en la que se aquieten las preguntas para permanecer en la serenidad de las respuestas, lo sume en un estado de frustración e insatisfacción permanente, porque dicha plenitud del conocimiento nunca llega. Hay adelantos en ciertos momentos de lucidez; pero nunca se puede agarrar esa plenitud evanescente que hace arder el corazón.

Y en este punto se le plantea una encrucijada al pensador de carne y hueso: ¿cómo ha de ganarse la vida con ese conocimiento?, ¿con qué ha de comerciar para que pueda financiar ese estilo de vida?

Los filósofos antiguos se percataron inmediatamente del peligro que había en esta encrucijada, porque ante la dificultad de comercializar la filosofía, que a primera vista tiene poco o nulo valor de mercado, el pensador puede caer en la tentación permanente de invertir el estilo de vida, y, en consecuencia, en vez de vivir para alcanzar ese saber prefiere aparentar tenerlo y contentarse con comercializar un conocimiento sucedáneo, superficial.

A este anverso del filósofo lo llamaron, Platón primero y Aristóteles después, sofista.

Ambos dirán que el filósofo difiere del sofista en la manera de vivir, uno para el saber y el otro para lucrar con ideas superficiales que parecen genuinas.

El estilo es el hombre mismo, dicen por ahí.

De este concepto central se desprenden algunas palabras como sofisma, que describe el carácter falso de sus argumentos, y sofisticado, que refiere a algo muy complejo o avanzado. Ambos remiten a un significado vigente en la actualidad como es el confundir la verdad con una manera compleja y arcana de presentar las ideas. Como si lo verdadero estuviera allí donde no entiendes lo complejo de la argumentación, como ocurre con la física cuántica o la hipótesis del multiverso.

El sofisma sería algo así: si es sofisticado, ha de ser verdadero.

El problema es que en las facultades universitarias de hoy el filósofo y el sofista son colegas; ambos trabajan en el mismo instituto pese a que sus estilos de vida, y las doctrinas que los soportan, son opuestos. Y así como no se distinguen en las facultades, al gran público le parecen todos lo mismo: unos vejestorios que hablan de todo en un sentido general y vago con aires de sofisticación.

Y esto que te cuento no es un asunto trivial, porque si quieres incorporar la filosofía a tu vida, hay que estar atento a lo que decía el pensador japonés, Nuburu Notomi: "la distinción entre el filósofo y el sofista es una de las cuestiones más importantes de la filosofía desde sus orígenes".

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¡Buena lectura!